Quisiera alguna vez tener la oportunidad de transportarme al 1976... año de mi hermosa niñez. Ese tiempo hermoso de mi vida en dónde lo único que me importaba era ser feliz. Esa época en que mis conflictos mayores eran mis problemas cotidianos con mis hermanas mayores. Lo bueno era que mi mamá me defendía por ser la más chiquita. Donde mi sed de justicia consistía en darle las quejas a mi mamá para que ella nos pusiera a todos en cintura. Mis deseos de justicia no iban más allá de vigilar que mi pedazo de pan fuera del mismo tamaño y con la misma cantidad de mantequilla que el de mis hermanas. Que el trato especial que me daba mi mamá era de cocinarme un calderito de arroz blanco porque no podía pasar el arroz junto con habichuelas.
Mis deportes extremos favoritos consistían en pedalear mi bicicleta lo más rapido posible y correr por el patio de la casa. Jugar a las escondidas o a la "cojía". Irme detrás de mi hermana Myriam a treparme en los árboles hasta la rama más alta y allí cantar canciones y comer frutos frescos. Myriam siempre trepaba mas alto que yo. Parecíamos dos cabras de monte escalando hasta la punta de la montaña más alta. Después de disfrutar de nuestro agasajo en las alturas me venía la cagadera porque no me podía bajar. Porque de trepar, trepaba mucho, pero de bajar... de bajar nada. Me esmelenaba llorando mientras Myriam bajaba por las ramas como la mona de Tarzán y de abajo entre risas y burlas me daba instrucciones de cómo bajarme. Sus instrucciones siempre funcionaron porque nunca me "esguabiné" en la bajada. Mis otros deportes favoritos consistían de volar chiringas o de esperar el tiempo de lluvias para que se llenara LA JOYA, esa pequeña quebrada que se llenaba de agua cristalina cuando llovía copiosamente. Allí llegabamos todos los del barrio a bañarnos pa' quitarnos LA CALOL. O simplemente me desaparecia monte arriba y me sentaba sobre una gran piedra que allí yacía y contemplaba la franja de esos dos tonos azules que dividía al mar del cielo... y me preguntaba: "¿qué habrá al otro lado del mar?"
Pero mi actividad favorita, lo que más me gustaba hacer era ir a casa de titi Nedo. Esa casita trepada en la loma. Una casita chiquitita pero llena de tanto amor y tanta algarabía. Titi recostada del barandal de su balconcito fumándose su cigarrillo y bebiéndose un café acabadito de colar. Me veía subiendo la loma y miraba al cielo y entre risa y en serio decía a toda boca: "¡Ay, se me nubló el día!" y soltaba una carcajada burlona. Yo me hacía la sorda y seguía subiendo loma arriba como si la cosa no fuera conmigo. Allí era el lugar de encuentro entre hermanos, primos y vecinos. Un corillo de chamacos corriendo monte arriba y monte abajo, robando los frutos de guayabas, chinas, acerolas, guanabanas, limones, parchas otros frutos que nos regalaba la naturaleza a manos llenas. Descalzos, llenos de tierra, abrojos, raspazos y caíllos por todos lados. Los juegos conocidos e inventados, la gritería las canciones y los juegos que terminaban en pelea. Las quejas a titi Nedo porque Pito nos ponía malos nombres, nos hacía burlas o nos caía a bombazos... La eterna pelea por la hamaca. Y titi Nedo... haciendo un hoyón de café y preparando pan con mantequilla, preparaba también el calderote de arroz blanco con habichuelas guisadas, sazonadas con las hierbas del patio y el pollito frito con manteca. La oías gritar desde la cocinita "¡Ea que carajo mucho joden! ¡Por qué no arrancan pa'l carajo!" Nosotros nos hacíamos los sordos esperado el ansiado café con el canto'e pan y nos requedábamos para el agasajo del medio día... ¿Cómo irse de esa casa sin probar esas delicias criollas?
Y cuando nos tocaba quedarnos en casa de abuela... ¡qué de mosquitos que había! Abuela con su calma ceremoniosa preparaba los mosquiteros asegurándose de que todo estuviera bien tapadito para que los mosquitos no nos comieran mientras dormíamos. Nos preparaba la escupidera, y nos arropaba con muchas frisas para que no nos diera frío... Nuestras canciones de cuna eran los crujidos de la madera vieja comprimiéndose entre sí y la televisión que se quedaba encendida hasta la madrugada mientras abuela hacía la ceremonia nocturna que consistía en fregar la trastera. Esa serenata de ollas y sartenes que parecía no tener fin. En la mañana mi abuelo iba de cama en cama y nos arropaba tan bien para que no nos diera frio que parecíamos sorullos envueltos en hoja de guineo. De ahí partía a ordeñar a la vaca, a darle de comer a sus gallos de pelea y a comprar el pan que traía acabadito de hornear. Mi abuela lo metía en una bolsa para que se mantuviera calientito mientras hervía la leche para el café llenando la casita de un aroma irresistible a nuestro paladar. Abuelo se sentaba callado a tomarse su café y luego se metía su buen canto de tabaco. Luego se iba a sembrar la tierra o se desaparecía con sus gallos de pelea a los cuales bien sabía cómo entrenar para que fueran unos campeones...
Esos años de mi niñez los atesoro como quien atesora una barra de oro puro.
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